capítulo 11: Un Viaje Formativo: Descubriendo mi Pasión por la Enseñanza 

Cuando empecé el máster para ser profesor, estaba lleno de ilusión y expectativas. Cada día de clases teóricas era como una ventana que se abría hacia mi futuro como educador. Absorbía ávidamente todo el conocimiento que los profesores compartían con nosotros: técnicas de enseñanza, estrategias para manejar el aula, métodos de evaluación. Sin embargo, más allá de la mera adquisición de habilidades pedagógicas, fue durante esas clases teóricas donde comencé a tejer los cimientos de mi identidad como educador.

Recuerdo las intensas discusiones en el aula sobre la importancia del rol del maestro en la sociedad, sobre el impacto que un docente puede tener en la vida de sus alumnos. Cada lectura, cada debate, alimentaba mi pasión por la enseñanza y reforzaba mi convicción de que quería dedicar mi vida a educar y empoderar a las futuras generaciones.

Pero fue durante las prácticas en el instituto donde verdaderamente entendí el peso de esa responsabilidad. Cada día, al cruzar el umbral del aula, me convertía en algo más que un estudiante del máster; me convertía en un guía, un modelo a seguir para mis alumnos. Y aunque al principio me sentía abrumado por la magnitud de esa tarea, pronto descubrí que era exactamente donde quería estar.

Mis compañeros de trabajo no solo eran colegas, sino también mentores que compartían sus saberes y experiencias con generosidad. Juntos, nos enfrentábamos a los desafíos del aula, buscando soluciones creativas para motivar a nuestros alumnos y fomentar su aprendizaje. Cada día era una lección nueva, una oportunidad para crecer y aprender, tanto para mí como para mis estudiantes.

Y mis alumnos, con su energía contagiosa y sus desafíos únicos, me recordaban constantemente por qué había elegido esta profesión. En cada pregunta curiosa, en cada gesto de afecto, veía reflejado el impacto que podía tener como educador. Eso me impulsaba a dar lo mejor de mí cada día, a buscar nuevas formas de conectar con mis alumnos y de inspirarlos a alcanzar su máximo potencial.

Por las mañanas, me levantaba con una mezcla de emoción y determinación. Sabía que cada jornada en el aula sería un nuevo desafío, una oportunidad para aprender y crecer. Y aunque al principio las despedidas parecían lejanas e inconcebibles, a medida que se acercaba el final de mis prácticas, el peso de la despedida comenzó a hacerse sentir.

Y mientras luchaba por procesar estos sentimientos, las noticias sobre el panorama educativo no hacían más que añadir incertidumbre a mi futuro. La crisis económica que azotaba al país había golpeado duramente al sistema educativo. Los recortes presupuestarios se traducían en menos oportunidades laborales para los nuevos docentes. Las oposiciones se cancelaban, las plazas vacantes se reducían y la competencia por cada puesto se volvía más feroz.

En medio de este panorama desolador, me encontré ante una encrucijada: ¿debería rendirme ante la adversidad o redoblar mis esfuerzos para alcanzar mi sueño de convertirme en profesor? Fue entonces cuando tomé una decisión: no permitiría que las circunstancias me derrotaran. Seguiría estudiando, preparándome y luchando por mi sueño de volver al aula. Porque, al final del día, estaba más convencido que nunca: mi destino estaba en enseñar, y haría todo lo que estuviera en mi poder para lograrlo.

Entendí que la profesión docente no consistía solo en impartir conocimientos, sino en inspirar a las generaciones futuras, en ser un faro de esperanza en tiempos de incertidumbre. Mis alumnos merecían lo mejor de mí, merecían un educador comprometido y apasionado que estuviera dispuesto a enfrentarse a cualquier desafío por su bienestar y su futuro.

Así que decidí transformar la adversidad en oportunidad. Utilicé el tiempo que tenía disponible para seguir formándome, para ampliar mis conocimientos y habilidades, y para prepararme para las futuras oportunidades que surgirían. Me sumergí en la investigación educativa, participé en seminarios y talleres, y colaboré en proyectos que me permitieran seguir creciendo como profesional.

Y aunque el camino hacia mi objetivo de convertirme en profesor parecía largo y lleno de obstáculos, cada paso que daba me acercaba un poco más a mi sueño. Porque, como aprendí durante mi tiempo en el máster y en mis prácticas, ser educador va más allá de las circunstancias externas; es una vocación que se lleva en el corazón y se nutre con cada experiencia vivida. Y yo estaba decidido a seguir adelante, con la convicción de que, tarde o temprano, volvería al lugar donde pertenecía: el aula.