capítulo 10: entre la teoría y la realidad

Cuando te preparas para convertirte en profesor, durante el máster, pasas por numerosas clases teóricas donde se te enseña cómo manejar la diversidad en las aulas. Sin embargo, la teoría dista mucho de la realidad.

Al adentrarte en el aula, te enfrentas a una realidad completamente diferente a lo que has aprendido en teoría. Para prepararme para las prácticas, mi tutor me explicó que en su clase de 1º de ESO, los alumnos no salían durante las horas de apoyo de la clase de Matemáticas; en su lugar, permanecían en el aula y el profesor de apoyo se quedaba con ellos para trabajar.

Cuando comencé las prácticas, el profesor de apoyo estaba de baja. Mi tutor me propuso que durante las clases de 1º de ESO asumiera las responsabilidades del profesor de apoyo ausente. Como aspirante a profesor, deseoso de aprender todo lo posible y aprovechar la experiencia de las prácticas, acepté.

Tras aceptar su propuesta, mi tutor y yo mantuvimos reuniones adicionales para prepararme adecuadamente. Necesitaba comprender cómo se manejaba a los alumnos que requerían apoyo durante las horas de clase. El objetivo de este programa era proporcionar una atención personalizada a los alumnos para que no se quedaran rezagados respecto al ritmo de sus compañeros, de ahí la presencia de un profesor dedicado exclusivamente a trabajar con ellos.

Preparamos el tema que íbamos a abordar con ellos: los números racionales. Debíamos empezar desde cero, explicando los conceptos básicos para poder avanzar gradualmente, intentando seguir el ritmo de la clase en la medida de lo posible.

Además, exploramos las historias personales de cada uno de los alumnos que recibían estos apoyos. Eran relatos complejos que me acercaban a su realidad y que, tras los primeros minutos de trabajo con ellos, comprendí que era esencial conocer para poder ayudarles.

El día anterior a la primera sesión, preparo meticulosamente todo lo que voy a trabajar con ellos, coordinándome con mi tutor para evitar dejar nada al azar. Sin embargo, la realidad me golpea desde el primer momento de clase.

Cuando llega el día de la primera clase, mi tutor me presenta a los alumnos y les explica que, aunque estaré de prácticas durante unos meses, seré su profesor de apoyo durante las primeras semanas. Después, nos intercambiaremos de roles: yo dirigiré el grupo completo y él se convertirá en el profesor de apoyo. Los alumnos preguntan si también les evaluaré, y ante mi sorpresa y emoción, mi tutor confirma que seré tratado como un profesor más, no solo como un aprendiz.

Una vez terminada la presentación, me acerco a las mesas de los alumnos que participan en el programa de refuerzo educativo. No muestran ninguna clemencia y desde el principio me hacen saber que no desean trabajar, que no les interesa lo que tengo que decirles. Entonces, trato de recordar todo lo aprendido en las clases teóricas de los últimos meses e intento aplicar las estrategias enseñadas. Sin embargo, pronto descubro que la teoría es insuficiente: los alumnos no traen ningún material, así que debo depender del material que he traído para comenzar a trabajar y sortear los obstáculos que ellos presentan.

La realidad de los alumnos se manifiesta rápidamente. Una de las alumnas me dice que lo que le voy a enseñar sobre fracciones no le importa para su futuro, ya que no estará en el instituto el próximo curso. Me sorprende y le respondo ingenuamente, tratando de infundirle ánimo diciéndole que, aunque las cosas parezcan difíciles, seguramente con esfuerzo podrá superar el curso. Sin embargo, ella responde indiferente que le da igual superar el curso y revela que el próximo año la van a casar.

Tras esta revelación, toda la teoría y dinámicas aprendidas en el máster se desmoronan como un castillo de naipes. Me doy cuenta de que todo lo aprendido no tiene sentido ante esta realidad. ¿Para qué explicarle a esta chica qué son las fracciones? Su situación es compleja, y me siento impotente al comprender que mis conocimientos no pueden ayudarla. Cada revelación me deja más perplejo: ella me explica cómo será su vida en los próximos años y no logro ver cómo las fracciones encajan en ese futuro.

Mi mente estaba llena de pensamientos tumultuosos. Como profesor, tenía la obligación de cumplir con mi trabajo. Me preguntaba qué le diría a mi tutor después de esa sesión si no lograba avanzar con los alumnos de apoyo. Sentía la presión de sus explicaciones al resto del grupo resonando en mi cabeza y la presión por no lograr progresar con mis propios alumnos. Pero al mismo tiempo, tenía la historia personal de esa alumna, la impotencia de no poder ayudarla y liberarla del futuro que la aguardaba.

Entonces, una idea se encendió en mi mente. Iba a hacer algo que me habían advertido en el máster que no hiciera. Iba a hablarle de dinero. Quería saber si ella aspiraba a ganar mucho dinero en el futuro. Ella respondió afirmativamente, así que le pregunté cómo planeaba lograrlo. Me contó que trabajaría, abriría una peluquería en su barrio y ganaría mucho dinero para hacerse rica. Siguiendo su línea de pensamiento, intenté relacionar el objetivo de obtener muchas ganancias en su negocio con el concepto de fracciones.

Le pregunté si en su peluquería tendría empleados que seguirían sus órdenes. Después de confirmar esto, intentando simplificar al máximo la complejidad de la situación, le mencioné que al final del día tendría que hacer caja y repartir los beneficios con sus empleados. De una manera poco pedagógica, le planteé la posibilidad de que no pudiera confiar en sus empleados para manejar el dinero de manera justa. Le pregunté si realmente creía que contarían correctamente las ganancias y las distribuirían según sus instrucciones.

Ante esta pregunta, mi alumna dudó, pero eventualmente reconoció que no podía confiar plenamente en ellos. Se dio cuenta de que tendría que encargarse personalmente de contar las ganancias y distribuir el dinero. En ese momento, vi la conexión. Me di cuenta de que estaba creando un problema ficticio basado en su situación. Imaginamos el final de un arduo día de trabajo en su peluquería, donde ganamos 600 euros que debíamos repartir en 5 partes: tres para sus empleados y dos para ella, como la jefa, recordando el refrán: "el que parte y reparte, se lleva la mejor parte".

En ese momento, las fracciones empezaron a ser herramientas útiles. Tanto ella como el resto de los alumnos estaban profundamente interesados en lo que les estaba transmitiendo. La atención era total y todos participaban activamente para resolver el problema, aportando incluso nuevas posibilidades que nos llevaban a explorar nuevos ejemplos, cada uno adaptado a sus propias realidades. La teoría sobre los números racionales adquiría sentido cuando nos enfrentábamos a la necesidad de nombrar cada uno de los elementos que surgían en nuestras explicaciones y ejemplos.

Cuando finalmente nos dimos cuenta, la clase había llegado a su fin. Tanto los alumnos como yo estábamos tan inmersos en la dinámica que habíamos generado que habíamos perdido la noción del tiempo. Lo más sorprendente fue que, al recoger, los alumnos me expresaron su gratitud por haberles ayudado, reconociendo que habían aprendido conceptos que les serían útiles.

Sin embargo, tras esa sesión, experimenté una sensación agridulce. Si bien como profesor había alcanzado mi objetivo de enseñarles lo que el sistema educativo requería, me embargaba una sensación amarga al contemplar el futuro de esa alumna. Me sentía impotente al saber que no podía hacer más por ella, incapaz de cambiar el destino que parecía inminente para una niña tan joven.

Al dialogar con mi tutor sobre esta situación y la realidad de la alumna, me informó que ya estaban al tanto de su caso, que habían mantenido reuniones y habían agotado todas las opciones disponibles desde el centro educativo. Me explicó los pasos que habían seguido y las instancias a las que habían recurrido. No podíamos hacer más por esa alumna; solo nos quedaba asegurarnos de que recibiera una formación que pudiera ayudarla para enfrentarse a las dificultades cotidianas.

Esta experiencia me hizo comprender rápidamente la complejidad de las aulas. Cada alumno tiene una historia que puede ser más o menos compleja, pero esta historia moldeará y condicionará su experiencia educativa. Como docente, me di cuenta de que debía tener en cuenta estas realidades para desempeñar mi labor de la mejor manera posible. Ser profesor no es tan sencillo como la sociedad suele creer. En una sola sesión, tuve que derribar muchas barreras impuestas por la teoría, adaptarme y encontrar recursos donde pensaba que no los hallaría.

Pero también me enfrenté a una sensación de impotencia con la que tendría que lidiar durante mucho tiempo, pues los docentes no podemos llegar a todos los lugares donde nos gustaría intervenir. A pesar de todo, tras esa sesión, me sentí más convencido que nunca de mi deseo de ser profesor. Estaba decidido a luchar por cambiar las cosas y ayudar en todo lo posible a esos alumnos que tanto necesitaban mi apoyo.