capítulo 4: reflexiones desde el máster al aula

Cuando me sumergí en el Máster para ser profesor, una cuenta atrás implacable se puso en marcha. Cada día, el tiempo avanzaba más rápido, acercándome inexorablemente a un momento crucial en mi carrera: el día de mi primera clase como docente. Durante el Máster, cada sesión se convirtió en una preparación intensa y profunda para enfrentar el reto de estar frente a un grupo de estudiantes, para guiarlos en el aprendizaje, para conectar con ellos y dejar una huella significativa en sus vidas.

En cada clase del Máster, nos enseñaban a diseñar y llevar a cabo lecciones efectivas. Explorábamos diversas metodologías, estrategias y herramientas pedagógicas. Nos preguntábamos constantemente cómo aplicar todo este conocimiento en nuestras futuras clases, cómo transmitir los contenidos de manera clara y comprensible, cómo mantener el control de un aula y cómo inspirar a nuestros alumnos para que alcancen sus sueños y metas.

Sin embargo, también surgían inquietudes y miedos propios del comienzo de esta nueva travesía. Nos cuestionábamos si seríamos capaces de manejar una clase llena de estudiantes, si enfrentaríamos situaciones complicadas o si alguna vez nos veríamos desbordados por preguntas para las que no tuviéramos respuesta. La incertidumbre y la ansiedad por estar a la altura de nuestras expectativas y las de nuestros alumnos nos invadían.

Durante los meses previos a las prácticas, comenzamos a construir en nuestra mente cómo serían nuestras clases ideales. Tomamos notas de todas las ideas creativas que surgían y empezamos a esbozar los primeros guiones. Queríamos ser los mejores profesores, aquellos que motivaran a sus estudiantes a ser líderes, a viajar a mundos desconocidos, a encontrar curas para enfermedades incurables y, en definitiva, a ser felices y excelentes seres humanos.

Finalmente, el día tan esperado llegó. Los nervios se apoderaron de nosotros mientras esperábamos en la universidad a que nos asignaran los centros donde realizaríamos nuestras prácticas. Al recibir la noticia, me sentí ansioso y emocionado por conocer mi futuro centro educativo y mi tutor, quien sería mi guía en esta etapa crucial.

Al llegar al centro, no podía contener la emoción. Investigué todo lo que pude y, sin perder tiempo, me comuniqué con mi tutor para concertar una reunión. El encuentro con él en la cafetería del centro fue un momento que marcó un antes y un después en mi trayectoria como futuro profesor. Desde el primer instante, Domingo, mi tutor, me hizo sentir parte activa del centro educativo, y juntos empezamos a planificar el trabajo para los dos meses de prácticas.

Casi desde el inicio de mis prácticas, Domingo me involucró en la vida del centro. Pude ayudar en clase, colaborar con los estudiantes que requerían mayor atención, dar explicaciones y evaluar las sesiones. Compartir su experiencia y generosamente convertirnos en un equipo fue un regalo invaluable para mí. Trabajar con un profesor apasionado por su labor me motivó e inspiró a superarme cada día.

Y finalmente, llegó el día en el que tendría que impartir mi primera clase. El tema era funciones, y Domingo y yo decidimos utilizar la pizarra digital para cambiar la metodología y evaluar su impacto en el aprendizaje de los estudiantes. La noche anterior, los nervios se apoderaron de mí, y preparé un guión detallado para asegurarme de que todo saliera a la perfección.

Al entrar al aula, los chicos estaban expectantes. Habíamos cambiado el escenario al aula de la pizarra digital, y ellos sabían que sería una clase diferente. Durante toda la sesión, estuvieron atentos y participativos, sorprendiéndome con su entusiasmo. Sin embargo, a pesar del éxito aparente, en mi interior, la sensación de frustración comenzó a crecer. No podía evitar sentir que, a pesar de sus respuestas positivas, algunos de ellos no estaban comprendiendo del todo.

A medida que pasaban las clases, aprendí a leer más allá de sus palabras. Observaba sus gestos, expresiones y lenguaje corporal, y poco a poco fui aprendiendo a interpretar lo que no decían en voz alta. Entendí que la confianza era fundamental para conectar con mis alumnos y fomentar un ambiente propicio para el aprendizaje. Me esforcé en demostrarles que podían contar conmigo, que siempre estaría allí para apoyarlos y resolver sus dudas.

Con el tiempo, esta experiencia de frustración se convirtió en una enseñanza invaluable. Aprendí a escucharlos sin que dijeran una palabra, a leer sus emociones y preocupaciones, y a encontrar formas de ayudarlos a superar barreras. Comprendí que la enseñanza no solo requería dominar los contenidos y preparar las clases, sino también establecer una conexión auténtica con los estudiantes, demostrarles empatía y cultivar la confianza mutua.

En mi trayectoria como profesor, he mantenido presente esta lección. Cada día busco nuevas formas de mejorar mis habilidades pedagógicas y fomentar un ambiente en el que mis alumnos se sientan seguros para aprender y expresarse. Mi objetivo es que, al final de cada clase, se sientan inspirados, desafiados y listos para enfrentar el mundo con confianza.

Cada vez que pienso en aquellos días del Máster, cuando la cuenta atrás hacia mi primera clase se agotaba inexorablemente, recuerdo el valioso apoyo de mis tutores y cómo aquella experiencia desafiante se convirtió en una oportunidad para crecer como educador y como persona. Mi pasión por la enseñanza creció y se fortaleció, y hoy, mirando atrás, agradezco esos momentos que me ayudaron a convertirme en el profesor que soy hoy en día. Cada día es un nuevo reto, pero también una nueva oportunidad para inspirar y marcar la vida de mis estudiantes, tal como aquellos maestros marcaron la mía.