una broma en clase
Hoy salía tarde de una clase porque había tenido una prueba escrita con un grupo de Bachillerato. Como el tiempo apremiaba, recorrí los pasillos del instituto a toda prisa para llegar a mi siguiente clase con alumnos de ESO. Nada más llegar al aula, me encontré con un montón de abrigos tirados en la entrada. No le di demasiada importancia, ya que algunos alumnos suelen dejar allí sus mochilas y chaquetas, pero hoy el montón era inusualmente grande.
Respiré hondo para recuperar el aliento tras la carrera y me dirigí hacia la mesa del profesor. Saludé a los alumnos con una sonrisa, preguntándoles cómo había ido su día mientras organizaba mis cosas. Algunos respondieron con desgana, otros se quejaron del cansancio o de lo larga que se les estaba haciendo la jornada. Era un ambiente habitual a estas horas, cuando el cansancio acumulado de la mañana comenzaba a pesarles.
Mientras hablábamos, eché un vistazo rápido a la clase y me di cuenta de que faltaba un alumno. Fruncí el ceño y pregunté por él.
—¿Sabéis si ha venido hoy? —pregunté con tono neutro.
Algunos alumnos se miraron entre ellos antes de contestar.
—Sí, sí. Ha estado en todas las clases... menos en esta.
—¿Y dónde está ahora? —insistí.
—No sabemos, profe. Se ha pirado —respondió uno encogiéndose de hombros.
Ese comentario me hizo fruncir aún más el ceño. No era la primera vez que algún alumno decidía escaquearse de una clase sin motivo, y la idea de que alguien se marchara sin más, sin ninguna justificación, me molestó bastante. Sentí una mezcla de enfado y decepción. Me fastidiaba pensar que no se tomaba mi asignatura en serio, y más aún que sus compañeros lo mencionaran con tanta naturalidad, como si fuera algo sin importancia.
Intenté no mostrar mi enfado, pero con calma saqué el móvil y pasé lista en la aplicación. Registré su falta con firmeza. Si no estaba en clase, tendría que responder por ello.
Mientras tanto, la clase parecía más inquieta de lo normal. Había susurros, miradas furtivas y sonrisas contenidas. Pensé que quizá era el cansancio acumulado o simplemente la energía propia de la edad, así que intenté reconducir la situación.
—Venga, chicos, empezamos —dije, intentando centrar su atención en la pizarra.
Sin embargo, noté que algunos no podían evitar girarse de vez en cuando hacia la puerta. Sus ojos se desviaban al montón de abrigos con demasiada frecuencia. Algo me decía que había algo más en todo esto.
Y entonces, ocurrió lo inesperado.
Cuando por fin conseguí captar la atención de la clase y comencé a explicar, algo cambió en el ambiente. A pesar de mis esfuerzos, los alumnos seguían inquietos, intercambiaban miradas cómplices y reprimían risitas. Me di cuenta de que había algo que no me estaban contando.
Y entonces, justo cuando parecía que la calma volvía, el montón de abrigos junto a la puerta comenzó a moverse.
Al principio, pensé que había sido un efecto de mi imaginación. Pero, de repente, un ligero temblor recorrió la pila de ropa y, ante los ojos atónitos de todos, los abrigos comenzaron a desmoronarse. En cuestión de segundos, de entre las capas de tela, emergió una figura humana.
Era el alumno que había dado por desaparecido.
Con una sonrisa de oreja a oreja y un aire de triunfo, se incorporó y exclamó con absoluta naturalidad:
—¡Ya he vuelto!
Hubo un instante de silencio absoluto antes de que la clase estallara en carcajadas. Algunos alumnos incluso aplaudieron, mientras otros se sujetaban el estómago de tanto reír.
Yo me quedé sin palabras por un momento. Mi primera reacción instintiva fue pensar que debía enfadarme. Al fin y al cabo, no era la mejor manera de empezar la clase. Había interrumpido la dinámica, y la situación podría interpretarse como una falta de respeto.
Pero, en lugar de eso, me descubrí a mí mismo riéndome junto a ellos.
Me reí porque, a pesar de la pequeña travesura, no había en ella ninguna mala intención. No era una burla ni un intento de desafiar mi autoridad. Era, simplemente, un momento de complicidad, un juego inocente que hablaba de la confianza que mis alumnos tenían conmigo. No querían ridiculizarme ni desobedecerme. Solo querían hacernos reír a todos y romper, por un instante, la rutina del día.
En ese momento, entendí algo fundamental. La enseñanza no es solo transmitir conocimientos, sino también crear un ambiente donde los alumnos se sientan seguros para ser ellos mismos, donde puedan aprender, sí, pero también disfrutar del proceso. A veces, un pequeño desvío en la planificación de la clase no es un desastre, sino una oportunidad para fortalecer la relación con los estudiantes y demostrarles que, aunque la educación es importante, también lo es reírnos juntos de vez en cuando.
Después de unos minutos de risas y comentarios sobre la broma, el alumno volvió a su sitio y retomamos la clase con normalidad. Esta vez, con una energía renovada. Y aunque la explicación de la materia continuó según lo previsto, todos nos quedamos con un recuerdo que, estoy seguro, ninguno de nosotros olvidará.
Al salir del aula, no pude evitar sonreír. Hay días en los que la enseñanza es un reto. Pero hay otros, como este, en los que me reafirmo en por qué amo mi profesión.
Porque enseñar no es solo educar. Es conectar.