capítulo 8: Del máster a la realidad docente

Las prácticas del máster avanzaban a todo ritmo, y cada día en el centro educativo era una experiencia inolvidable. Trabajar con grupos que abarcaban desde 1º de E.S.O. hasta 2º de Bachillerato me permitía sumergirme en la diversidad y complejidad de la enseñanza. Cada jornada traía consigo nuevas sorpresas y desafíos, pero también momentos de conexión con los alumnos y la comunidad educativa.

Uno de los momentos más emocionantes fue cuando el tutor de prácticas me brindó la oportunidad de impartir mi primera clase en 2º de Bachillerato, llevando las explicaciones a un nivel más avanzado. Los nervios se apoderaron de mí, pero también sentí una profunda gratitud por la confianza depositada en mí. Cada día, los estudiantes me sorprendían con su ingenio y vitalidad, y aprender de ellos se convirtió en una de las experiencias más enriquecedoras.

A veces, la cotidianidad en el centro educativo podía parecer rutinaria, pero al vivir cada momento, me di cuenta de que todos eran especiales y contribuían a unirme más a mis alumnos, sus familias y mis colegas. Compartir experiencias con otros profesores en la sala de profesores era reconfortante, y juntos formábamos un equipo unido con un objetivo común: ofrecer la mejor educación posible a nuestros estudiantes.

Claro está, también había situaciones inesperadas y momentos cómicos que llenaban el día de color. Recordaba con humor una vez en la que una estudiante levantó la mano, y mi corazón se aceleró al pensar que necesitaba ayuda médica, pero resultó que solo estaba comiendo tipex. Cada anécdota reforzaba la cercanía con los estudiantes y demostraba que el aula era un espacio seguro para aprender y equivocarse.

Conforme se acercaba el final de las prácticas, una mezcla de emociones me embargaba. Por un lado, sentía una tristeza profunda al tener que decir adiós a mis alumnos y al centro educativo, que ya consideraba como mi hogar. Aunque sabía que el trabajo nunca estaría del todo terminado, me sentía apenado por no haber podido alcanzar todos los objetivos que me había propuesto para el curso. Sin embargo, estas últimas semanas también me enseñaron a valorar cada instante y a aprovechar al máximo el tiempo con mis estudiantes.

Las despedidas fueron momentos duros y complicados para los que nadie nos había preparado. Cada clase era una pequeña aventura, llena de sorpresas y detalles que hacían que la tristeza de la despedida fuera un poco más dulce. Durante esas últimas clases, sonreía para que mis alumnos recordaran una última imagen feliz, pero al salir, no podía evitar sentir la tristeza que realmente habitaba en mi corazón. Sabía que ya no cruzaría esas puertas y me encontraría con ellos en sus pupitres; los echaría de menos.

El camino a casa después de la última jornada de prácticas y despedidas se extendía, permitiéndome reflexionar en silencio. Aunque triste por la despedida, sentía una determinación aún más fuerte de ser profesor, una vocación que me impulsaba a luchar por ese objetivo. Sabía que no solo quería ser profesor, sino convertirme en el docente que mis alumnos necesitaban, un maestro que dejara una huella positiva en sus vidas.

No pasó mucho tiempo hasta que mi propósito se hizo realidad; a los pocos meses de terminar las prácticas, volví a dar clase, a disfrutar de la enseñanza y, por desgracia, a experimentar nuevamente la tristeza de las despedidas. Sin embargo, cada desafío y cada momento compartido con mis alumnos reafirmaban mi convicción de que ser profesor era mi vocación más genuina y que estaba en el camino correcto para convertirme en el maestro que deseaba ser.