capítulo 9: Lecciones del primer día de clases

Cuando tienes claras tus metas y te preparas con ahínco para ser profesor de Matemáticas, el día en que finalmente te haces cargo de tus propias clases es una mezcla de emoción y nerviosismo. Así lo experimenté en mi primer curso, cuando tuve la oportunidad de trabajar con alumnos de 1º y 3º de E.S.O., y enfrentar el desafío de enseñar a los grupos de 1º y 2º de Bachillerato.

Recuerdo con precisión cómo conocí a los cursos con los que compartiría los próximos meses, y mi entusiasmo por empezar a preparar las programaciones y las primeras sesiones de clase. Sin embargo, al recibir el horario dos días antes de la jornada inaugural, me di cuenta de que mi primera clase sería en 1º de Bachillerato, en la modalidad de Ciencias. Esa asignatura era una parte crucial de la preparación para las pruebas de acceso a la universidad, y sentí una presión adicional de no decepcionar a esos alumnos que aún no conocía.

Durante esos dos días previos, me sumergí en la preparación de cada una de las clases. Sin embargo, sentía la necesidad de diseñar la primera sesión con especial atención. Era el inicio de una nueva etapa en mi vida, y no podía permitirme fallar en el primer día, en la primera hora. Por tanto, invertí horas y horas revisando el libro de texto, estableciendo objetivos claros, resolviendo ejercicios y anticipando posibles dudas de los estudiantes. Quería estar completamente preparado, sabía que la forma en que me presentara y presentara la asignatura determinaría si los alumnos llegarían a amarla u odiarla.

El día previo a las clases, la emoción y los nervios se apoderaron de mí a tal punto que no pude dormir. Aun así, eso no importaba, mi entusiasmo por dar mis primeras clases superaba cualquier cansancio. Al prepararme para ir al centro educativo, los nervios se incrementaron, ya que sería la primera vez que me enfrentaría solo a un aula llena de estudiantes, algunos apenas unos años más jóvenes que yo. Y es que no tenía que remontarme mucho tiempo atrás para estar en el mismo lugar que ocuparían mis alumnos.

El día llegó, y mientras me dirigía al centro, mis emociones se tornaron incontrolables. Los pensamientos negativos inundaban mi mente, pero a pesar de ello, intentaba enfocarme en el trabajo que había preparado y confiar en mí mismo. Sin embargo, los nervios se apoderaron de mí a tal punto que, a pocos metros de llegar al centro, tuve que detenerme en una alcantarilla para vomitar.

En ese instante, reflexioné sobre lo que estaba ocurriendo. No podía permitir que el miedo me venciera. Había luchado mucho para llegar hasta allí, y decidí retomar mi camino con determinación. Estaba más convencido que nunca de que haría de esa primera clase el mejor comienzo.

Y así fue, aunque tenía preparado un guión detallado para la clase, finalmente no fue necesario. Conocía tanto el contenido que lo presenté de memoria, los tiempos encajaron perfectamente, las explicaciones fueron fluidas, y abordé los problemas y ejercicios sin contratiempos. Sin embargo, para mi sorpresa, al terminar la hora del recreo, un compañero me informó de que los estudiantes de 1º de Bachillerato no habían escuchado nada de lo que dije, ya que nuestra aula tenía ventanas que daban al patio del colegio, donde otro curso estaba en una clase de Educación Física. El ruido del patio fue tanto que opacó mi voz y los estudiantes no se enteraron de nada.

Me sentí decepcionado por el error cometido en el primer día, me había olvidado de lo más importante: escuchar a mis alumnos. El nerviosismo y la ansiedad me habían llevado a enfocarme únicamente en los objetivos de la sesión, sin considerar a quienes eran realmente los protagonistas: mis estudiantes. Tomé nota de este aprendizaje y decidí cambiar mi enfoque para la siguiente clase. Aunque repetí los contenidos, adopté una nueva forma de enseñar, centrándome en mis alumnos.

A partir de ese momento, el primer objetivo de mis clases siempre fue claro: los estudiantes. Cuando preparo mis clases, me cuestiono cómo puedo trabajar para que mis alumnos mejoren en cada sesión. En el aula, fomento su participación y aseguro que sea un espacio seguro para ellos. Entendí que la escucha activa y la empatía son fundamentales para ser un buen profesor. Aquella primera sesión, aunque llena de contratiempos, fue una experiencia esencial que me ayudó a convertirme en el profesor que soy hoy en día. Aprendí que mi labor no solo se trata de transmitir conocimientos, sino también de ser un guía, un apoyo y un aliado en el crecimiento y desarrollo de mis estudiantes.